MUJERES INDIGENAS
: "Una muralla de ternura"- "Tzanan, Teresa". (¿Cómo está tu corazón, Teresa?)
- "Tzanan, Maribel". (¿Cómo está tu corazón, Maribel?)
Teresa es la fortaleza de la Sierra de la Cruz de Plata, la magia de la selva, el porte de la ceiba (árbol autóctono) que acaricia las nubes. Teresa es mujer indígena tojolabal.
Vive en una champita en la comunidad de San Miguel Chiptic, en la Selva Lacandona, territorio rebelde mexicano del estado de Chiapas.
- "Donde vas, hermana".
- "Otowa konalhá, Maribel. Otowa concotzují". (Voy a trabajar, Maribel. A buscar agua)
- "Kaswas, Teresa". (Adios, Teresa)
- "Kaswas, hermana Maribel". (Adios, hermana Maribel)
Me gusta chapurrear "tojo" con ella y con sus amigas indígenas. Ellas se sienten felices de que aprecie su lengua. Tiempo atrás, antes de abandonar las tierras el finquero y marcharse a la ciudad, aquí solo se hablaba "castilla". Se les avergonzaba si conversaban su idioma ante el patrono.
Teresa y Carmelino tienen tres chamaquitas, bellísimamente indígenas como su mamá. Mientras platicamos en la champa se deslizan a mí alrededor, se acomodan en mi regazo y no cesan de hacer preguntas sobre mi reloj, mi cabello "colocho" (rubio y rizado) o mis lentes ahumados, que a duras penas se sujetan sobre sus naricitas respingonas.
Es Año Nuevo y jarrea la lluvia sobre San Miguel Chiptic. La comunidad acude temprano a la iglesia. Carmelino, el esposo de Teresa, celebra el oficio religioso. Él es "tuhunel" (subdiácono) de la aldea.
Durante la ceremonia llega la voz de alarma. Un operativo del ejército mexicano se encuentra a las puertas del poblado. Cientos de soldados, camiones de tropas, hammers blindados y tanquetas van a penetrar en la comunidad. Nadie se engaña, es una operación de hostigamiento como otras que vienen sufriendo las comunidades indígenas zapatistas. En el mejor de los casos, las tropas apresarán a las autoridades indígenas, saquearán el poblado y destruirán todo aquello que no puedan robar.
Todas las gentes se dispersan en busca de los niños, mientras los soldados se despliegan por la aldea.
En la casa de Teresa se sufre necesidad, como en todas las familias indígenas. Maíz, frijol, café, alguna fruta, calabaza y huevos " si lo hay" componen esta dieta de subsistencia.
Hacemos comedia de "pleitear", pues está empeñada en guisar una gallina para darme la bienvenida.
La gallina es para los indígenas como la hucha de los ahorros. El último recurso antes de la hambruna. Dicen en las comunidades, "hubo tanta hambre que hasta la gallina comimos".
Comandos de infantería con las armas amartilladas penetran en varias casas buscando a las autoridades municipales. Registran todo hasta encontrar los fondos colectivos que guardaba celosamente el tesorero de la comunidad.
Carmelino es apresado en un potrero. Lo interrogan violentamente aplicándole fuego en los pies. Muchos hombres han huido al monte para evitar que su presencia desencadene una nueva matanza.
Teresa marcha en buscar de otras mujeres, cargando en la espalda a la chiquita, Jenifer, envuelta en una cobija. Doña Rosa, la abuela, se queda al cuidado de las otras dos niñas.
Numerosas mujeres se andan juntando Atrás de la iglesia, cargando a sus niños, empapadas hasta los huesos y enfangadas hasta las rodillas. Agarran palos y se van hacia el grueso de las tropas desplegadas en la calle principal.
Los papás de Teresa llegaron a San Miguel antes de nacer ella. El papá trabajaba de jornalero en el rancho de los Castellano, una de las familias caciques más notables de Chiapas. Él y otros muchos indígenas hacían largas jornadas cuidando las reses y la hacienda. A cambio, el patrón les permitía trabajar una parcelita para cultivar el sustento de sus familias, maíz y frijol. El Sr. Castellano tenía "tienda de raya" en la que se fiaba sal, azúcar, candelas y café a las familias. Los indígenas vivían siempre endeudados pues los productos costaban más pesos que en la ciudad. "La vida era bien triste en San Miguel", susurra Teresa con una chispa de ira en la mirada.
Semanas atrás murió el niño de su hermana, "pura calentura y diarrea, pues no hay medicina ni doctor en toda la selva". Su sonrisa desvanece la angustia que ya hormiguea en mi estómago.
Un nutrido grupo de mujeres entra en contacto con el operativo militar. La tropa "corta cartucho" amenazando con disparar sus armas. Ellas no se achantan y frenan el avance de los uniformados. Habrán de aguantar un chaparrón de insultos, amenazas sexuales, increpaciones soeces y algún que otro culatazo, sin retroceder un paso. Los oficiales saben que no van a poder dar orden de disparar, ¿cómo justificar la matanza de mujeres y niños desarmados?. Van dando orden de repliegue ante el temor de que la situación se les escape de las manos.
A las puertas de la tienda colectiva nos encontramos una buena cuadrilla de muchachas y mujeres casadas. Platicamos sin prisas. De nuestra vida, de nuestros sueños, de nuestras angustias. La mirada corretea sobre sus cabellos azabache, corretea sus brillantes vestidos de falso raso y sus pies descalzos encallecidos. ¡Que tremenda energía transmiten sus ojos oscuros y almendrados!.
Las mujeres corren a los "guachos" (soldados) fuera de la comunidad y siguen caminando hasta la aldea vecina, Nueva Esperanza, donde viven otros miembros de sus familias.
Allá los soldados "aventaron" a toda la población y están saqueando las casas. Destruyen lo que no pueden acarrear y ya regaron la iglesia con gasolina.
Poco a poco, cientos de mujeres van acudiendo de otras aldeas cercanas hasta superar el millar de soldados acantonados en Nueva Esperanza. Durante tres días continuarán los insultos y las amenazas atenuadas por la presencia esporádica de algún reportero de prensa. Por fin, el operativo militar se retira hacia sus cuarteles, estrellado contra una muralla de ternura.
Setenta y dos horas de frío, hambre y miedo que pasarán factura en forma de calenturas y neumonías. Setenta y dos horas hasta expulsar a los militares, armados hasta los dientes pero perplejos del infinito valor de "esas pendejas".
Setenta y dos horas, toda una vida de brega, de lucha, por un mundo donde quepan todos los mundos.
Nunca más un México sin los indígenas, nunca más un México sin las mujeres.
(Testimonio de Maribel, observadora de los derechos humanos de la organización Apoyo Mutuo – Chiapas en las comunidades indígenas.)